52 semanas · #8
NOTA DE LA AUTORA
«OCHO: Reescribe algo que escribiste hace tiempo, pero usa un narrador distinto»
He tardado eones en acabar este relato, y lo creía uno de los más fáciles por hacer. Supongo que el motivo es que el relato a rescribir, Adams', es un gran exponente de mis inicios, donde ya marcaba mi estilo con un final abierto y sarcasmo dominante. Sin embargo, mi honor no ha podido resistirse a ajustar algunas circunstancias que eran, como poco, patadas a la coherencia.
Cambio y corto.
ocho de octubre
Nunca he sabido que esperar al
entrar en la librería de Agatha Adams.
No había nada nuevo bajo la
lluvia de Cambrigde cuando he atravesado la puerta con el conocido letrero que
reza “Abierto” con una tipografía que algunos llamarían vintage. Qué adjetivo
más desafortunado. Por otra parte y aunque no me agrade el vocablo, dos
personas nacidas en el siglo dieciséis son bastante más “vintage” que un
letrero de 1956.
Toda la reflexión derivada del
trozo de madera lacado no se ha dado en el momento de los hechos, por supuesto.
El signo captó mi atención el tiempo exacto que empleé en acercarme a y cruzar
la puerta. Mi mirada se deslizó a Agatha, mirada de halcón, ojos azul
eléctrico, cabello corto y níveo, y la sonrisa de vendedora. Después, vi a
Elizabeth, y el corazón me dio un vuelco.
Me hago llamar “Doctor”, así que
debo disculparme por la metáfora pobre, pero no hay muchas emociones en mi
vida. Por lo tanto, es una manera fácil y al acceso mortal de describir los
nervios repentinos, la presión en el pecho y los recuerdos molestos que viven
en la parte de atrás de mi cabeza.
Por supuesto, no era Elizabeth, o
al menos, no la Elizabeth que yo quería que fuera. Aun así, me he pasado de
dramático cuando Agatha me la ha presentado –la reverencia ha sido tan corta
como innecesaria—, porque los recuerdos no suelen asaltarme en mi tranquila
vida y la tienda estaba oscura. Hombre bajo, delgado, ojos color plata. Cabello
castaño su pelo castaño, barba triangular. Digamos cincuenta y traje oscuro de
tres piezas. Antes de la media reverencia, ha saludado con una sentencia
dramática, aunque no por ello menos cierta. «Huye ahora que puedes, joven, y no
dejes que Agatha Adams te atrape en sus redes, porque no podrás salir».
Elizabeth —Alas—Joanne —Alas—Meyer.
Tiene su pelo y sus ojos y su piel clara. Un hombre de este siglo no llegaría a
apreciar más que estas coincidencias, pero un hombre que conoció a la Reina
puede decir más. Puede hablar de la curva de sus cejas cuando frunce el ceño,
de la forma de la nariz y de cómo mueve las manos cuando está nerviosa.
Elizabeth Joanne Meyer no es
Elizabeth Tudor, y sin embargo, no puede ser una coincidencia así de grande,
tantos siglos después. Elizabeth Joanne Meyer es un misterio que ha caído en
las manos de dos inmortales por algo que no puede ser simple casualidad o
trucos crueles. Agatha me ha llamado justo cuando me disponía a empezar a
escribir esto, a una hora en la que ninguna señora que tuviera un asunto no amoroso
en manos llamaría a nadie desde hace dos décadas, y hemos estado hablado
durante cincuenta y siete minutos, aunque solo sepamos la edad y los estudios
de Elizabeth Joanne Meyer.
Ni siquiera ha esperado a que
preguntara cuando he cogido el teléfono. Ha dicho «John» con su voz más
decidida, y yo me he transportado al siglo dieciséis por segunda vez en el
mismo día. Sin embargo, no me ha dado tiempo a preguntarme qué aventura me iba
a proponer esa vez, porque ya estaba hablando con su voz de dama decidida, de
dama sabia, de eterna decisión. En Agatha, el respeto se puede difuminar en
temor, pero solo un estúpido se sentiría totalmente seguro a su lado.
«La chica» ha dicho después «no
ha caído del cielo»
—Eso ya lo imaginaba.
—Tú sarcasmo no me impresiona —responde,
burlonamente— ¿Alguien que quiera venganza?
—¿Quién no?
—Ah, olvidaba que todo el mundo
te odia.
Una media sonrisa mientras miro a
través de la ventana. Agatha Adams, mi querida molestia.
—Pero pagué mis deudas.
—Gracias por no decir que fumaste
la pipa de la paz o algo por el estilo. Mrs. Creevy, de la tienda de al lado,
está todo el tiempo inventándose metáforas forzadas.
Un crujido de muelles y yo sé que
acaba de tumbarse en la cama. La ayuda a pensar. Y también nos da un cierto
encanto de pareja adolescente.
—Entonces, nadie quiere hacerte
daño en maneras sofisticadas.
—No tan sofisticadas. Y esto no
se va a acabar aquí, créeme. Solo espero que no la hayamos espantado.
—Si no se ha ido corriendo
después de que te inclinaras como un conde lamezapatos, no la asusta nada.
—Sus padres pueden ser un buen
punto de partida.
—Olvídalo. Viven en Yorkshire.
—Podemos ir a Yorkshire.
—¿Día de picnic para descubrir si
hay alguna rama de la familia Tudor que se haya mantenido escondida cerca de
Escocia hasta el día de hoy? Creo que no.
—No crea que tengo intenciones
indecentes, señorita Adams.
—Y aunque las tuvieras, también
existe una gran incompatibilidad horaria. Hay otra cosa importante en este
asunto. ¿Recuerdas en qué está matriculada?
—Historia —respondo,
inmediatamente— ¿Por qué?
—Porque no te ha reconocido.
—No soy tan importante, querida.
—Piensa, John. Digamos que eres
una cría apasionada por la historia y ves una película maravillosa...
—No tienes ni una oportunidad con
Cate Blanchett.
—Cierra la boca. Imagina que ves
una película maravillosa con Cate Blanchett o, más probablemente, abres un
libro de personas importantes en la historia de tu país y ¡oh, sorpresa, esa
reina tan importante es muy parecida a ti! ¡Mira su retrato de juventud, si su
pelo estuviera suelto podríais ser hermanas! ¿No buscarías toda la información
posible? ¿No conocerías su biografía? ¿No le darías un mísero click en
Wikipedia a la página del señor que eligió el maldito día de su coronación?
—A lo mejor vivía en Escocia.
—Y tú vives en el siglo pasado.
O, mejor dicho, en el anterior a ese.
—Entiendo lo que quieres decir,
Agatha —respondo, dejando el tono jocoso— Podemos estar hablando de un hechizo
de larga duración o de una ilusión solo a nuestros ojos.
—Dos de tres —replica,
enigmáticamente.
—Ilumíname.
—Ella sabe que se parece a la
reina, y también sabe quién eres, pero no te ha reconocido.
—Un hechizo reciente.
—Llegó a mi tienda calada y
andando como un pato. Lleva poco tiempo en Cambridge. Nadie se dejaría el
paraguas si se nota propenso a perderse próximamente.
—Cierto.
Mi mirada sigue fija en la débil
luz que entra por la ventana, las de la habitación, apagadas. Vivo en una
planta alta: si levanto la cabeza, puedo adivinar las estrellas. Agatha se
tumba y deja la vista descansar para entregarse a sus sentidos, yo me pierdo en
el firmamento. Todos tenemos nuestros rituales.
—John —oigo que alguien dice.
Ha pasado un tiempo, no sé cuánto,
pero ya tengo conclusiones, y Agatha conoce el tiempo exacto que empleo en
sacarlas.
—No podemos saber qué, quién o
por qué, pero sí podemos mantenerla a salvo. No creo que sea una espía, es
víctima de un hechizo, empieza la universidad. No me gusta como comienzo de
ninguna historia.
—A mí tampoco. Aunque Will lo
cogería.
—El bardo tomaría la continuación
de cualquier cosa si lo desafiases correctamente —suspiro, escucho una campana
a lo lejos—. ¿Por casualidad has visto algún reflejo en ella?
—Absolutamente pura. No hay
posibilidad de que nos esté engañando con ninguna ilusión o nada por el estilo.
Murmuro una palabrota que a
Agatha le parece muy graciosa, pero no me doy la libertad de enfurruñarme.
—Va a ser una historia larga.
—A nosotros nos encantan las
historias largas.
diez de noviembre
Tiene sus gestos y su parecido.
Liza no es Elizabeth porque a
Elizabeth no se le olvidaban lápices en el pelo, y tampoco inclinaba la cabeza
hacia el lado cuando algo no le parecía lógico. Elizabeth tampoco mordía los
utensilios de escritura, y en este mes, he hecho que dejara en la mesa al menos
tres que parecían en serio peligro.
Lo demás es horriblemente exacto.
Agatha y yo no hemos avanzado en
absoluto con nuestras pesquisas. No sabemos por dónde buscar, no sabemos cómo
hacerle relacionar su reflejo con sus libros de texto. Incluso hemos ido a
espiar a su familia, para encontrar que sí, tiene los rasgos principales de sus
padres, pero es de constitución completamente distinta. No podemos pedir una
prueba de ADN si más, y serviría de más bien poco. No sabemos qué o por qué. Y
sobre todo, no sabemos qué viene ahora.
Estamos en un callejón sin
salida.
x de x
Una sensación increíblemente
frustrante me persigue desde esta mañana. Además de un dolor de cabeza muy
irritante y una memoria a corto plazo que parece haberse averiado, siento que
estoy haciendo algo mal.
Pero, ¿qué podría ser? Profesor,
historia, primera mitad del curso. No hay más a mi vida. Quizás podría revisar
este diario, aunque va a ser un trabajo minucioso. Hay una entrada por cada
día. No lo he comprobado, pero lo sé. También sé que debo hacerlo.
Algo se me escapa.
He vuelto a olvidar el día en que
vivo. Lo adjuntaré más tarde.
—Señor.
Una sola palabra me saca de mis
pensamientos. Elizabeth Joanne Meyer me mira desde el otro lado de mi mesa,
parece que con una petición urgente. Cierro el maletín y le devuelvo la mirada.
Normalmente, estaría buscando una forma de eludir preguntas, pero hay algo muy
familiar en ella.
—¿Conoce… sabe dónde se ha
marchado Agatha?
Mi «¿Perdón?» es hosco, pero
ahora mi atención está completamente en ella. Agatha es un nombre que lleva
rondando por mi mente día y medio. ¿Agatha…?
—Agatha Adams, de la librería.
—Y, dígame, señorita Meyer,
¿cuándo conoció a Agatha Adams?
En su mirada me acusa de deber
saberlo. Yo guardo silencio. Creo que ya sé de dónde viene mi dolor de cabeza.
—Al principio de curso. En la
librería Adams’.
—La librería Adams’ cerró hace diez
años –dije, con aplomo—. No se altere, Meyer, no la estoy acusando de
mentirosa. Tengo que hacer una llamada.
La llamada tiene por destinatario
a William Jackson. Inmortal, viajero del tiempo y sospecho que modelo de
bañadores en sus ratos libres. Justo cuando pulso el símbolo verde, me doy
cuenta de que no estoy pensando mis acciones realmente. Me lleva una especie de
instinto proveniente de la parte de atrás de mi cabeza, de donde suelen venir
recuerdos incómodos. Bah. Todo sea porque desaparezca esta jaqueca.
Un «Sí», un «no», dos «no sé», un
«deja de hablar como si estuvieras haciendo un diagnóstico» y quince minutos
más tarde, William nos abre la puerta de su apartamento. En vano me he
esforzado para evitar la presencia de Elizabeth, que sabe que algo terrible está
ocurriendo, que ese algo escapa a la ciencia que ha conocido y puede conocer
pero tiene que ver con el tiempo. Además, tiene las únicas pruebas que pueden
darnos la ayuda de Jackson: un libro, que al parecer le regaló en su hipotética
primera visita, y que está dedicado con el puño y letra de Agatha Adams, quien
además y para hacerlo más fácil, firmó con la fecha completa.
Jackson ha comprendido la
gravedad de la situación y se ha puesto a trabajar de inmediato, mientras
Elizabeth mira incómoda por la ventana. Ya no queda mucho del hombre de
apariencia joven que nos ha dado la bienvenida con una pose que no quiero
clasificar. Ahora hay un profesional escribiendo furiosamente en una hoja en
sucio y utilizando el ordenador con la mano libre. El «Ah» que ha musitado
después de leer la dedicatoria de Agatha y hacerle un par de preguntas a
Elizabeth no me ha parecido muy saludable, pero no ha dicho nada más. Tarda un
poco más de cinco minutos en acabar, y cuando lo hace, suspira y me mira con su
cara de «no—te—va—a—gustar»
—Tenemos que llevárnosla.
—¿Qué?
—No sé qué hizo Agatha para
mantenerla a salvo del cambio temporal, pero los efectos no son permanentes. Y
necesitamos su ayuda. Bueno, Elizabeth –dice, mirando a la chica— ¿ves Doctor
Who?
—¿De verdad tengo que ir así
vestida?
—Y callada –añade Will, dándole
un tirón del pañuelo que tapa su pelo—. Nadie habla así aquí. Además, te he
dejado que vayas cómoda. Ese vestido es lo más simple que te vas a encontrar.
Liza murmura un insulto por lo
bajinis y yo no sé a quién regañar. La verdad es que estoy un poco más atento
de los sitios por donde andamos que de la ropa de época, y nadie me puede
acusar de nada por eso. Estamos en un Cambrigde maravillosamente maloliente, y
podría ser mucho peor estar en Londres, pero aun así me siento muy expuesto.
—A callar los dos –les mando,
levantando la linterna.
No será de noche hasta dentro de
unas horas, pero hemos aparecido en un día especialmente nubloso, lo que se
traduce en que no se ve dos palmos delante de tu cara. Bonito escenario para un
secuestro. William se adelanta, y camina junto a mí mientras Elizabeth va
pesadamente detrás sufriendo en silencio por sus zapatos. No pasa mucho tiempo
hasta que nos enfrascamos en una discusión sobre la dirección que parece
eterna. Finalmente, me detengo, intentando infructuosamente averiguar el nombre
de la calle donde estamos.
—Deberíamos haber buscado el
lugar en nuestra época.
—El problema, querido doctor, es
que el lugar en nuestra época no existe. Y por eso Liza aquí ha pasado media
hora de tortura y no me va a perdonar nunca, ¿verdad, Liz…?
Elizabeth no. Mientras agudizo la
vista, escudriñando la calle, no puedo evitar que el nerviosismo me aprese el
pecho. Acaba de pasar lo que exactamente temía
que pasara. A mi lado, Will gira lentamente sobre sí mismo mientras
murmura palabrotas en más lenguas de las que debería hablar en la Inglaterra
del siglo dieciséis.
Y la buscamos, pero Elizabeth no
está en ninguna de las esquinas que hemos doblado, en ninguna plaza que hayamos
dejado atrás. Pasa el tiempo, muy lento o muy rápido, no sabría decirlo.
Vinimos a encontrar a Agatha y hemos perdido a
Elizabeth. Y sé que puede ser peor.
—Esto no me gusta.
Estoy a punto de replicar al
susurro de William cuando este acelera el paso, dejándome atrás y con la
capucha calada. Menos de cinco minutos después, estamos en una taberna en la
que Jackson me ha olvidado a entrar.
—Espero que lleves dinero –le
digo, con una ceja alzada.
—Siempre llevo dinero. Y nos
estaban siguiendo.
El establecimiento está lo suficientemente
lleno como para que podamos pasar un buen periodo de tiempo sin una bebida y
sin que nadie se dé cuenta, pero no tengo ganas de hacer ninguna escenita.
—Supongo que no podemos hacer
otra cosa que esperar.
—Y que no te reconozcan.
Jackson alza una ceja ante mi
respuesta.
—Bueno, no creo que nadie piense
en ti después de lo que acabas de soltar.
—Vaya, vaya, vaya.
Mi espalda se tensa al escuchar
esa voz. No tengo que darme la vuelta para saber quién está detrás de mí. Cara
de rata, barbilampiño, ojos hundidos, complexión casi escuálida.
—Walter –saluda Will, fríamente.
—Buenas tardes a ti también,
John.
Mi cara de desprecio es
momentánea y solo se refleja en los ojos de Jackson.
—¿Qué te trae por aquí?
—Hablar de pie es de mal gusto.
No dice nada más revelador que la
situación política hasta que le traen su cerveza, aunque toda conversación es
falsa y en vano. La tensión es más que palpable: Walter casi no pestañea, y
William bebe con la izquierda mientras la diestra se queda en una posición que
bien podría parecer casual pero que significa que puede tener la daga en el
cuello de alguien en menos de dos segundos.
—Os voy
a ser franco –dice, tras dejar la jarra en la mesa, dando un golpe seco—ahora
mismo estoy trabajando para más de un contratador y os podría meter en un gran
problema si quisiera.
«Si quisiera» significa «Si no
pagáis la diferencia». Jackson me mira de reojo y después dirige sus ojos al
cinturón. Su bolsa no está tan llena como debería si le teníamos que pagar a
Walter Welles. Especialmente si no sabíamos por qué servicios teníamos que
pagar.
—Sin embargo, que seáis conocidos
juega una carta a vuestro favor. Podría apañarme… digamos que con el resto de
vuestra bolsa y las capas.
—Necesitamos las capas –gruño.
Welles alza las cejas y las
manos, en un gesto de impotencia.
—Entonces puedo hacer más bien
poco por vosotros.
—Eres un zorro oportunista –escupe
Will— ¿Cómo sabías que estábamos aquí?
—Mi contratador es un hombre con…
recursos.
No me gusta la mirada que me ha
dirigido al decir eso. Jackson la interpreta a la vez que yo, y nuestra
maldición también es a coro.
—Se diría que habéis venido de los
barrios bajos –dice Welles, con una sonrisita—. No me interesa de donde habéis
salido, pero sí sé que no de aquí. Os haré un regalo, ya que me habéis pagado
la bebida.
» Sabían que ibais a venir. El
lugar, no, el tiempo, sí. No soy el único que os ha buscado. Y por suerte para
vosotros, estoy dispuesto a sacaros de esta. Una vida por una capa, ¿tan alto
os parece el precio?
» Tic, tac.
—Vamonos –dice Will, por toda
respuesta.
Saca la bolsa para pagar, pero
Welles lo interrumpe con un gesto.
—Será mejor que pague yo.
Jackson le tira las monedas con
un poco más de fuerza de la necesaria, pero Walter caza la bolsa de cuero sonriente
y deja una cantidad encima de la mesa que me parece razonable pero que yo no
hubiera recordado.
Walter parece muy contento
mientras nos guía por la calles de Cambrigde. Cuando dice que nos acercamos, yo
llevo un tiempo reconociendo los edificios. Al fin y al cabo, no he enseñado en
esta universidad solo una vez.
Entramos en St. John’s College
sin más identificación que la que viene cuando me descubro la cabeza, y
demasiados recuerdos y un resbalón después, estamos en un aula Magna que
conozco muy bien.
Y dentro, con las piernas
cruzadas y apoyadas en la tarima y comiendo algo que suena sospechosamente a
frutos secos, está Agatha.
Cuando Walter deposita la
linterna en el suelo, junto a ella, su ropa me dice que no es la Agatha que
estamos buscando, sino la de esta época. No nos saluda con más que un «Mira
quien ha venido» que no va dirigido a nosotros, y es entonces cuando veo que
Elizabeth está mirándonos fijamente detrás de ella. A la luz temblorosa del
fuego, es la reina más que nunca. Una punzada de recuerdos me sobresalta: los
de la primera vez que la vi. Una librería, lluvia y Agatha otra vez. En la
oscuridad, nadie ha visto que me he puesto más pálido que de costumbre.
—La he encontrado casi
mortalmente perdida –continúa Agatha—. El viaje le ha hecho… percatarse de
muchas cosas.
Agatha me lanza una mirada
significativa. «Liza sabe lo de la reina». A continuación, mira en mi dirección
con ojos chispeantes y asesinos. Allí está Walter, quien tras palidecer ha
empezado a recular hacia la salida.
—No se te ocurra escabullirte,
sapo infecto.
Jackson empuja a Walter el sapo
infecto delante de nosotros.
—¿Sabes que estás interfiriendo
en tu propia línea? –dice William, entrecerrando los ojos.
—Gracias por el cumplido, Will,
querido mío, pero no estoy tan joven.
Jackson no es el único que está
sorprendido. Aunque sabíamos que estaba entonces, de la situación que Will
calculó se deducía que tendríamos que liberarla de una casa, no que simplemente
estaba atrapada en otra época.
—¿Y esa ropa?
—No preguntes –murmura Elizabeth.
—Me ha parecido un desperdicio
dejar una ropa tan bonita en un cadáver –responde Agatha, ignorando a Liza—. La
mancha casi no se nota.
Yo miro a Meyer, que asiente con
una mueca. No sé si debería consolarme con que aquella bien puede haber sido la
impresión más pequeña del día.
—¿Estás…bien?
Ella se encoge de hombros, y yo
no le pido más. «Bien» es bastante relativo cuando te acabas de dar cuenta de
que no era quien creías ser, te has perdido en el Cambrigde cinco siglos
anterior a tu tiempo y has presenciado un asesinato.
Agatha se levanta con una
agilidad que nadie que no la conociera hubiera creído posible y se dirige hacia
Walter.
—Mi queridísimo señor Welles
—dice, con una sonrisa que hace que un escalofrío recorra mi espalda aunque no
sea dirigida a mí— usted no ha pensado en hacer nada que nos perjudique después
de nuestra charla de esta tarde.
—Pensar no es una palabra que
utilice mucho en negocios. Las decisiones se toman… o no.
De repente, lo entiendo. Liza, Agatha
y yo en un mismo problema. Astrólogo de la reina, mujer peligrosa e influyente,
niña con la edad exacta para que las soluciones puedan cambiar la historia. La
reina virgen deja de ser reina virgen: hay una bastarda que no puede sino ser
de su sangre. Descubierta junto a un hombre de la confianza de la reina.
Relaciones internacionales a escombros. A los pretendientes interiores tampoco les
hace mucha gracia.
No, eso no va a pasar.
—El señor Welles está contento
con su pago, como él mismo me ha confirmado antes de llegar —digo. Tomo el
ejemplo de Agatha, empleando una voz baja y suave, pero amenazante—. De todas
maneras, una pequeña traición ahora le afectaría más a él que a nosotros en
tiempos venideros.
Pasan unos tensos segundos en
silencio en los que pienso que va a sonreír sarcásticamente para consumar el
plan de quien quiera que sea su otro contratador. Ya lo veo diciendo «Pero sé
que hay de hecho dos John Dee en esta ciudad, así que, ¿a quién debo temer?».
—Ciertamente, doctor —dice, tras
inclinar la cabeza.
—Bien —interrumpe Jackson— Tenemos
que irnos —añade, tendiéndole una mano a Liza para ayudarla a ponerse en pie.
Ella se tambalea un instante, y
yo me pregunto por primera vez qué habrá sentido exactamente al romper la
niebla, nombre con el que Agatha y yo llamamos a su aparente ignorancia de su
parecido con la Reina.
—Me gustaría recibir mi pago
completo —masculle Welles, un rato después.
—Tus servicios no están completos
—replica Jackson, mientras abre la puerta que nos llevará a las calles de
Cambrigde sin ser vistos—. Vas a hacernos de guía un poco más y después te
llevarás las capas.
Detrás de nosotros, Agatha dice
unas cuantas frases en las que critica nuestra falta de sentido común sin
escatimar en insultos del siglo dieciséis. Estoy seguro de que Liza, que camina
de su brazo para paliar el efecto de nuevos mareos, se ha enterado de menos de
la mitad.
Aunque no debería hacerlo, me
sumerjo en una nostálgica tranquilidad. Estamos en la parte más limpia y
tranquila de la ciudad, la niebla está desapareciendo y los recuerdos me
invaden. Más que pensar por mí mismo, sigo a Jackson y a Welles y atiendo a la
conversación de la pareja que tengo detrás.
Un carruaje me saca de mi
tranquilidad. Giro la cabeza para gritarle algo al cochero y me quedo sin habla
al ver que Walter Welles se acaba de enganchar al portaequipajes vacío para
huir de sus responsabilidades. Tras un segundo vistazo, compruebo que aquello
ha sido todo menos casual, porque el coche acelera en lugar de pararse para
desalojar al polizón.
Puedo identificarme bastante con
la maldición que acaba de lanzar William. Es obvio que el siguiente paso es una
emboscada. Sin embargo y antes de que podamos acordarnos de ninguno de los
ancestros de Welles, Agatha se adelanta con una mueca y dice «Un perro mal
enseñado» lo suficientemente alto para que quien pudiera estar mirando siga su
camino, aunque la calle, a pesar de ser una principal, esté casi desierta.
—Se acabó el billete —añade, en
un susurro.
—No podemos irnos aquí, sin más
—responde Jackson.
—Sí que podemos, y lo vamos a
hacer, a no ser que queráis acabar aquí.
El «vuestra vida» está lo
suficientemente implícito para que Jackson no replique con ningún discurso
sobre las reglas de los viajes y la agitación que causaremos al aparecer de la
nada y vestidos así en mitad de la tarde.
—Solo quinientos metros más
—ruega William— y estaremos frente al portal de mi apartamento.
Agatha lo concede con
reticencia, y cierra la mano en el puño de la daga de su cintura. No hemos
visto a ningún atacante, pero Agatha Adams es el contrario a paranoica. Si nota
que algo malo está pasando, lo mejor que puedes hacer es estar alerta.
Caminamos en absoluto silencio
por la calle vacía. Anochece. Apretamos el paso. Elizabeth camina a
trompicones.
Una respiración de más.
Dos respiraciones de más.
Agatha me deja la custodia de
la joven con delicadeza tras avisar a Jackson dándole un pequeño golpe en el
hombro. Reducen su paso, cuentan con el elemento sorpresa: los dos hombres que
tenemos detrás no los ven venir cuando se dan la vuelta y los golpean en la
sien, nublándoles la misión.
Rápido, rápido, doblemos la
esquina.
William coge la mano de Liza,
Agatha y yo cerramos el círculo y los cuatro quedamos a una carrera del portal
del edificio.
Lo hacemos sin mirar a los
lados y con el paso de quien sabe a dónde va. También nos damos prisa, aunque
Elizabeth Joanne Meyer parezca a punto de vomitar o desmayarse, o una cosa
detrás de la otra. Cuando Jackson abre la puerta, desaparece dentro de la
habitación de invitados, donde ha dejado su ropa, sin decir media palabra.
—Vaya —dice el dueño del
apartamento, un largo rato después.
—«Vaya» es una forma curiosa de
definirlo —respondo, levantando la cabeza— «Vaya, nos han tendido una trampa y
casi cambiamos la historia». O «Vaya, nunca debimos fiarnos de Welles».
—¿Acaso teníais opción?
—pregunta Agatha, que está sentada a mi lado en el largo sofá de imitación de
piel de color blanco.
Yo la miro durante unos largos
segundos. Por supuesto que no. Jamás la hubiera abandonado.
—No. Y sin embargo, tengo la
horrible sensación de que hemos contribuido en el plan de alguien ¿Cómo
encontraste a Elizabeth?
—Acababa de escaparme de un
sótano asqueroso cuando la vi hecha un ovillo en una esquina. Esto es del hombre
que la estaba molestando —dice, pellizcando el jubón.
«Molestando» es un eufemismo
tan obvio que me hace apretar los dientes.
—Llegué a tiempo, pero le había
arrancado el pañuelo. No había nadie más —nos tranquiliza— pero eso no quita
que la reconociera al instante, aunque se llevó el secreto a la tumba. Liza casi
no podía andar. Por eso nos colamos en la universidad.
—Vi
cosas.
Elizabeth
acaba de entrar silenciosamente en el salón. Viste su ropa de diario, y tiene
un aspecto algo mejor que antes. Dos segundos más tarde, está sentada en el
sofá al lado de Agatha y se frota las sienes.
—Ha
sonado hasta peor de lo que había imaginado pero vi cosas. Fue una oleada de
imágenes que no puedo ubicar en mis recuerdos… y luego estaba la reina —concluye,
mirando hacia la ventana.
—Sí,
ese es un tema complicado —dice Will, haciendo una mueca—. No te habríamos
llevado de no ser porque eras la única que podía dar con Agatha, ya que eras la
única que recordaba la verdadera realidad. Aunque al final haya acabado siendo
de una manera mucho más literal, era realmente arriesgado desde un principio.
—Aunque
resulte difícil de creer, no voy matando a gente por ahí —dice Agatha, cogiendo
el testigo. Sus palabras hacen sonreír a Liza: en un primer e inocente vistazo,
Adams parece el prototipo de señora
madura inglesa que no le haría daño a una mosca— Una hija de la reina podría
representar, sin pecar de apocalíptica, el fin de la reina. Por eso quería
volver de inmediato cuando Welles puso tierra de por medio. Si te capturaban…
—Vuestro
parecido no es natural —concluyo—. Algunos te llamarían bruja y serías
condenada a muerte, pero este no es un asunto que se pueda llevar con ninguna
discreción. Los que contrataron a Walter Welles no eran cercanos a la reina, de
otro modo, lo sabría. Así, te pasearían por toda Inglaterra para buscar el
número máximo de testigos, dándote esperanzas falsas de vida en la corte por
ser un prodigio. Finalmente, acabarías ahorcada, o decapitada, con suerte, e
Inglaterra se rebelaría contra la reina por no haberles dado un rey que asegurara
alianzas con otro país y no perdonar la vida a esa dulce muchacha que los lores habían
conocido. Fin de la era isabelina.
Mis palabras son tan frías que
hielan el ambiente.
—¿Ella no es…? —comienza la
chica, tras unos instantes.
Elizabeth, que tenía toda
nuestra atención, se detuvo, tragó saliva y reformuló su pregunta.
—La reina Elizabeth no es
inmortal, ¿verdad?
Una sonrisa amarga, mucho más
amarga que todos los recuerdos que han resurgido hoy, surge en mis labios.
—Jamás. Tengo constancia de una
audiencia con Walter Raleigh, en la que él le reveló que creía haber descubierto
el secreto de la inmortalidad en el Nuevo Mundo. Le pedía financiación y se la
negó. Intento sobornarla con la idea de ser inmortal…y cayó en desgracia. Entonces
él hizo discurrir el rumor que todos creen conocer como la verdad.
Liza abre los ojos un poco más
de lo normal y se muerde la parte interior del labio. Lo ha entendido por
completo. Quizás me he abierto un poco más de lo que debería, pero estoy seguro
de que este viaje no es más que el principio. Elizabeth Joanne Meyer no va a
tener más remedio que conocerme, aunque yo lo haya evitado estos meses. Tiene
que saber, porque su vida está en juego.
Y lo que conocemos por
Historia, también.
*Inserte gifs de aplausos. Muchos aplausos. TSUNAMIS DE APLAUSOS*
ResponderEliminarVale, primero de todo y, aprovechando que tú misma has mencionado Doctor Who, quiero decir que cuando lo leí por primera vez (Esta es la segunda) pensé: "hostia, parece el guión de un capítulo de Doctor Who". Esa opinión se sigue manteniendo. Tómatelo como un honorario cumplido porque creo que si esto fuese de verdad un guión de Doctor Who, sería muchísimo mejor que muchísimos capítulos. Mis felicidades.
No sé si te lo he dicho, pero amo el "secretismo" que le das a tus relatos, ese toque de que nada es cierto, de que siquiera las descripciones son reales. Todo es mentira. Ru gusta muchísimo.
Lo que he dicho antes, se ve aumentado con la maravillosa selección de palabras (Quiero destacar lo bien que has escogido los verbos para dar esa sensación y el ritmo al texto).
De los personajes quiero decir que adopto a Agatha y a Liza como mis hijas para siempre. No aceptaré un no por respuesta.
Sigue haciendo arte.
AAAAAAAH <3
EliminarTengo que decir que Adams' es uno de mis primeros escritos (aunque ya lo hayas leído) y que muchas cosas necesitan más cohesión. También me dan ganas de continuarlo pero tengo que escribir muchas cosas *mueca de impotencia*
Nadie me había dicho nunca que le doy secretismo a lo que escribo. Me gusta la manera en lo que lo has definido. Gracias (por tanto)
P.D.:
Las dejo bajo tu tutela pero aquí está una lista de consejos básicos:
1. Necesitas dos latas de té distintas. Una para Earl Gray, la otra de Rooibos. Agatha bebe litros del primero cuando esta leyendo, Liza solo se relaja con el segundo.
2. No dejes que Agatha vea capitulos de Doctor Who en los que aparezcan Weeping Angels BAJO NINGÚN CONCEPTO. Se pone paranoica y va por ahí daga en mano. De verdad de la buena.
3. Liza es una friki total de historia. Habla de historia como otros hablamos de series o de libros. Pero bueno, eso no te va a molestar.
4. Preparate para mucho sarcasmo
*Apunta todas las recomendaciones con boli rojo*.
EliminarSi veo un capítulo con los Weeping Angels, yo voy con el cuchillo. Haremos un pacto de no verlos, es lo mejor.
La historia y el sarcasmo me gusta, seremos buenos amigos en una comuna llena de té, chocolate y libros. La vida será mejor.
aaaaah, por qué no lo había leído antes. es un relato maravilloso, y coincido totalmente con lo que ha dicho ru antes: tiene un aire de secretismo que encanta. y de hecho, al principio yo misma lo había confundido con un fanfic de doctor who (mis disculpas). de verdad, no sé qué estaba haciendo con mi vida sin pasarme por tu blog.
ResponderEliminarOh, ¡gracias! La verdad es que tiene mucho de Doctor Who, creo que estaba en mis máximos de fangirl cuando lo escribí por primera vez. Y, wow, gracias otra vez. Me encanta ver como no soy la única a la que le gusta lo que escribo
Eliminar