52 semanas · #12


Es veintidós de noviembre, aunque ellos no lo sepan.
La joven del vestido verde y el pelo castaño recuerda lo que significaba el veintidós de noviembre en lo que alguna vez  llamó hogar. Recuerda el desfile desafinado de aquella escuela de música con directora tirana y poco ánimo de lucro, como acababa con los dedos agarrotados por el frío y la boca seca. Viva Santa Cecilia, aunque en el club de jazz no se acuerden de ella, aunque la joven del vestido verde lleve tanto sin desfilar que el saxo ha dejado hace mucho de ser demasiado grande para ella y la directora tirana jamás podría mirarla por encima del hombro porque sabe cómo hacerlo sonar y amar, aunque nunca mejor que el saxofonista.
El saxofonista.
La joven del vestido verde no conoce su nombre, pero ha explorado cada sombra de su cara. Su nariz curvada, los ojos almendrados, a veces verdes como los canales, a veces marrones como el bronce oscuro. Toda la sala se reflejaba en ellos. La joven del vestido verde disfrutaba al verse allí, de reojo, un cuarto de segundo cada vez.
Cuando el saxofonista termina una pieza, levanta la cabeza y lame la caña por un segundo. Es antes de los primeros aplausos. Es el momento favorito de la joven del vestido verde. Las luces le marcan los pómulos y la curva de los labios mientras la última nota se deshace.
Ser artista disfrutando a un artista es para la joven del vestido verde el mayor regalo de las musas. Conoce cada canción del saxofonista como conoce sus camisas y su constitución, su pecho amplio, la clavícula marcada. Sabe dónde tiene que subir y bajar, las notas altas, los reguladores imposibles, el pianísimo, el fortísimo, las tensiones, los sostenidos. La joven del vestido verde toca junto al saxofonista, aunque esté siempre lejos del escenario, en una esquina oscura, donde no puede verla a no ser que lo haga a propósito.
Pero esta noche, la joven del vestido verde deja de ver al saxofonista. Ha desaparecido después de la pausa, ha roto el hechizo de recuerdos y tranquilidad que ha envuelto a la joven hasta que ha visto el escenario vacío, aunque hubiera tres instrumentos, porque no había saxofonista.
La joven del vestido verde anhela al saxofonista.
—¿No es una noche preciosa?
Ha sido un susurro justo detrás de la oreja. La joven del vestido vuelve la cabeza y encuentra dos ojos de gato. El saxofonista se sienta junto a ella, la recorre en dos eternidades. Su pelo corto recuerda al plumaje de un águila, respira con artificial aplomo, tiene ojos grandes del color de la madera de roble y un vestido verde esmeralda.
—He visto como me escuchas. Ven a hacer arte conmigo.
No hay intercambio de nombres que no fueran los que se han dado el uno al otro en silencio. No hay otra sola palabra. «Ven a hacer arte conmigo». 

Ven a bailar conmigo, ven a tocar conmigo.
Joven del vestido verde, he visto como me escuchas. Me escuchas con todos los sentidos.
Joven del vestido verde, he visto como me escuchas. Apuesto a que puedes desnudarme con todos los sentidos.

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